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El pulgar

Es peor que en Roma. Allí, al menos, siempre quedaba la oportunidad de presionar al César para que bajara y subiera su pulgar. Y aquel gesto era la reproducción exacta de un deseo popular. La masa gritaba enfebrecida mientras los gladiadores se despedazaban entre sí o un león lo hacía por ellos y, al final, cuando la vida de los supervivientes pendía de un hilo, era la masa, la masa que pasaba hambre y sufría al tirano, la que decidía a su capricho el acto supremo de la existencia: si aquellas vidas merecían ser segadas o, si por el contrario, prolongadas.

Lo de ahora es peor. Lo de ahora es una tragedia griega donde el público hace de coro y el coro, al igual que en las obras de Esquilo, va alertando a los personajes sobre lo que les va a ocurrir. Y no importa que ellos, los protagonistas, sepan al detalle que antes o después morirán pasados a cuchillo, ahorcados, ahogados en mitad de la noche por una cuerda traicionera; no importa, digo, porque ésa es la esencia principal de las tragedias: todos saben, empezando por los protagonistas, que desaparecerán en la lugubrez del asesinato o del suicidio, y aún sabiéndolo nadie hace nada por evitarlo. Están a tres metros del holocausto y, sin embargo, hacia él se dirigen incapaces de adoptar otra solución. Es la fuerza del sino, es el destino que nace con uno y no hay voluntad ni inteligencia ni dinero ni conciencia que lo cambie.

Ahí va como ejemplo esa tragedia que denominamos UD Las Palmas. ¿Acaso hay mayor tozudez e irresponsabilidad en el comportamiento de unos directivos acaudalados, triunfadores en sus actividades privadas, como los que dirigen los destinos del equipo amarillo? La ciudad al completo, o sea, la clase empresarial, la gente de la cultura, de la política, los medios de comunicación, los arquitectos, los médicos, los aparejadores y abogados, los jueces y los changas de la calle Ripoche, los mataos de Jinámar y los chaperos del Parque Santa Catalina, los travestis y hasta los perros pitbull, están al día en que Paco Castellano es un excelente peluquero. Punto. Lo saben los árboles, las gaviotas de San Cristóbal, los chóferes de las guaguas, los bancos de los parques, los recién nacidos y el camello de la esquina próxima al colegio Tomás Morales. Lo sabemos de sobra todos y todos, al unísono, hemos compuesto un coro gigante que, jornada a jornada, voceamos lo magnífico peluquero que es Paco con el objeto de que los auténticos protagonistas, la junta directiva, pusiese un entrenador al frente de un equipo de fútbol que aspira a alcanzar la Primera División.

La ciudad ha bajado el pulgar y los directivos ignoran la calidad del gesto social. Esos directivos se han subido en un caballo que se llama mi santa voluntad, que es la soberbia del rico, del que cree que nunca tiene que dar cuentas a nadie pues él es el propietario de la entidad. Ese directivo, que permanece numantino y obcecado alrededor de un sentimiento que desata lágrimas e impotencia, quiere convencernos de que actúa coherentemente manteniendo en el puesto a quien ha perdido el control del vestuario. Ese directivo, lejos de aceptar el fracaso, levantar el vuelo de la ilusión, hacer lo posible por lograr la meta fijada, pretende tener más razón que todas las razones juntas de esta ciudad. Estamos ante un ejemplo de tiranía desconocida. Los césares bajaban o subían los pulgares para acallar el ruido de la multitud desesperada: ese directivo pretende autoinmolarse conjuntamente con Paco Castellano pensando, tal vez, que alguien va a llorar por ellos el día que diga adiós. Que no se equivoque. El espectáculo produce angustia: la masa, harta, traicionada, obligada a pagar para satisfacer un hobby que muchas veces es la pasión de su vida y no obtener casi nada a cambio, mira hacia la junta directiva demandando una solución y ésta, ausente, devuelve una mirada despreciativa propia de quien salió de la nada para alcanzar las cotas de la miseria intelectual.

Con actitudes así no hay fortuna, por gigantesca que sea, que los blinde de una desgracia. Lo de menos ya es si se sube o no; lo importante es la actitud, el coraje que hay que tener para cambiar el destino, para enfrentarse a las circunstancias adversas y autoafirmarse en lo que uno quiere. Y esto, la falta de coraje, es lo que la sociedad grancanaria no perdona a quienes se invisten con una suerte de liderazgo que luego, timoratos y vanidosos, no desarrollan.

Termino. Si Castellano no sirve siquiera de apagafuegos serán ellos mismos los que terminen en la hoguera. Una estupidez como otra cualquiera cuando es diáfana la puesta en marcha de una operación, con determinado apoyo institucional, que podría poner a la UD en manos de una empresa foránea.


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